Era una joven ballena azul que nadaba a gran velocidad dos metros más abajo. Pocos minutos después, la proa de un barco arponero pasó por el mismo lugar.
Se trataba de una persecución.
Desde el cielo, y con el pequeño corazón latiéndole como moneda sacudida en tarro de mendigo desesperado, el albatros escuchó los gritos de furia y ansiedad de los hombres que estaban en la cubierta.
Se aprestaban a cazarla.
A la joven ballena ya no le quedaba mucho aire en sus pulmones. Había nadado varios kilómetros y tenía que renovarlo. Para ello estaba obligada a salir a la peligrosa superficie, expulsarlo por los orificios de su cabeza y aspirar nuevamente para hundirse en el mar. Era una operación peligrosa. Los hombres la aguardaban. Y el miedo estaba con ella. Pero no había otra forma. Si lo lograba tendría otra oportunidad. Por lo menos en veinte minutos no podrían hacerle daño. No poseía ningún plan estratégico, a no ser, por instinto, el de acercarse a alguna playa donde su perseguidor, debido a la escasa profundidad, no pudiera hacerlo; hasta eso, si tenía suerte y divisaba una isla, sólo le quedaba navegar.